De este modo ocurrió. El domingo 11 de octubre llegué a la espectacular ciudad de Guanajuato, capital del estado del mismo nombre. El taxi me llevó de la estación de autobuses hasta una plazuela del centro, ya que hasta el hostal no se podía acceder; eso sí, antes le tuve que mostrar al taxista el plano de la guía para que ubicara el sitio. Desde ahí, tuve que ascender por una empinada escalinata y por una suerte de retorcidos callejones hasta llegar a Casa Bertha, el hostal que había reservado. Las vistas desde la terraza del hostal daban sentido a la tortuosa ascensión.
Como digo, la ciudad es impresionante. Se compone de un colorido mosaico de pequeñas viviendas apelotonadas y encajadas entre colinas. Para que os hagáis una idea, yo la definiría como una mezcla entre Marraquech y Cuenca (bueno, no sé si este dato aporta realmente algo de información, pero ahí queda).
En estos días, la ciudad estaba especialmente animada pues el miércoles 14 daba comienzo la 37ª edición del Festival Internacional Cervantino, por lo visto, uno de los festivales culturales más importantes de latinoamérica.
A raíz de esto, la ciudad estaba llena de gente y no se podía dar un paso por el centro sin encontrarte con oleadas humanas en busca de diversiones de todo tipo.
Guanajuato pasa por ser una ciudad estudiantil, en la que cientos de estudiantes de todo el país acaban engrosando las filas de sus universidades. Curiosamente, uno de los hechos más llamativos es poder encontrarte con tunos por la calle, algunos de ellos con aspecto más de decano a punto de jubilarse que de estudiante de primer curso (el Tuno Negro da bastante menos miedo que alguno de estos).
Otro de los rasgos destacados de la ciudad es su vinculación con Cervantes (de ahí lo del festival cervantino) y el Quijote, existiendo un museo iconográfico del caballero de la triste figura y hallándose alguna de sus calles adornada con motivos quijotesanchopancescos.
Casa-museo de Diego Rivera (Paquirri)
La cantidad de gente que había en la ciudad contrastaba con la gente hospedada en mi hostal. Pude conocer a Erick, un simpático surafricano y algún que otro alemán de cuyo nombre no quiero (ni puedo) acordarme. Ah, y me alvidaba de los colibríes que acudían a la terraza a beber agua de un bebedero dispuesto al uso (creo que hablé más con ellos que con el resto de inquilinos).
Finalmente, hastiado por el gentío y cansado de hablar el colibrín (por cierto, más fácil de aprender que el alemán), decidí aportar nuevos horizontes a mi desnortada trayectoria. Emprendí viaje hacia la sugerente ciudad de Morelia, pero eso ya es otra historia...
Finalmente, hastiado por el gentío y cansado de hablar el colibrín (por cierto, más fácil de aprender que el alemán), decidí aportar nuevos horizontes a mi desnortada trayectoria. Emprendí viaje hacia la sugerente ciudad de Morelia, pero eso ya es otra historia...