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domingo, 25 de octubre de 2009

La Grecia clásica ya no es lo que era, ensaladilla a la Freeman, las mosquiteras que susurraban a las iguanas y otras historias de semejante pelaje

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Podía haber sido de otra manera, pero fue así. El domingo 18 de octubre salí temprano de Morelia y desde la central de autobuses agarré un camión hasta Lázaro Cárdenas, ya en la costa. Una ciudad un tanto cochambrosa, con una estación de autobuses a la altura de esa cochambrez. Para poder ir desde allí hasta Zihuatanejo tenía que ir a otra terminal (podría utilizar otro calificativo para describirla, pero creo que –y aun a riesgo de parecer repetitivo- cochambrosa es el más fiel a la realidad) que se encontraba a dos cuadras. Llegué a media tarde a mi destino y me encaminé en taxi hasta el hostal seleccionado. Tuve que escuchar, eso sí, toda suerte de relatos del taxista sobre ese hostal, tales como haber sufrido las siete plagas bíblicas, invasiones alienígenas y finalmente, dado que no reaccioné antes sus apocalípticos mensajes, un simple ‘seguramente estará lleno’, con el fin de llevarme a un hotel mucho mejor y más céntrico y barato que él, casualmente, conocía.
Mi hostal era una especie de vergel a 10 minutos del centro con un jardín tropical, flora y fauna de una exuberancia ecuatorial (cocoteros, mangos, pajarracos de todos los plumajes, iguanas de medio metro y reptiles de todos los colores y sabores) y con cabañas y barracones dignos de una película de Tarzán. En el hostal no había más clientes (las iguanas no pagan) y me recibió una aturdida lugareña que atendía la recepción por primera vez.
Mi habitación con cama amosquiterada

Selva de Mar, 28-30

Un cliente del hostal mosqueao con los precios

Salón-comedor

La furgona del Chepa

La ciudad de Zihuatanejo, para hacerse una idea, es una mezcla entre Lloret de Mar, Sta. Coloma de Gramanet, Kansas City en 1850 y Old Delhi.
Fui a dar una vuelta por el centro y cené en ‘una cenaduría’ (imagino que si hubiera comido hubiera sido una comeduría) donde probé un plato típico de la zona, el pozole de puerco, una especie de estofado de cerdo con verduras. El pequeño inconveniente es que la temperatura ambiental debía rondar los 40º, con una humedad del 80%. No fue una elección muy afortunada, aunque el platillo estaba rico.
Volví al hostal-selva. Por estas latitudes a las 8 ya es noche cerrada y como estaba cansado, pronto me fui a dormir, o eso pensaba. La habitación estaba provista de mosquiteras, ya que sus puertas y ventanas de caña dejaban pasar cualquier insecto y me atrevería a decir que cualquier mamífero un tanto audaz que se lo propusiera. El calor era horrible. No podía dormir y el ruido de los dos ventiladores que tenía tampoco ayudaba. Me bajé al bar que había en recepción a tomarme una cerveza, para que me ayudara a conciliar el sueño. Tardé mil horas en dormirme, pero sólo alcancé ese tipo de sueño liviano que no llega a ser profundo.
A través de la cortina

A la mañana siguiente quería ir a la playa ‘La Ropa’ a ver si me encontraba a Tim Robins y Morgan Freeman regentando su hotelito. Para acceder a ella tenía que subir una empinada carretera y rodear uno de los cerros que circunda la pequeña ciudad. La dueña del hostal me había recomendado que de camino, visitara ‘el Partenón’, una edificación a imagen de la griega que se había hecho construir un policía corrupto del lugar que acabaron matando (este tipo de historias abunda mucho por aquí). La construcción había sido expropiada por el Estado Federal y contaba con un vigilante, que según me contó la hostelera, me la mostraría dándole una pequeña propina (unos 20 pesos). Después de una tortuosa ascensión al Olimpo, llegué a la entrada cercada del Partenón. Apareció entonces el vigilante, pero se subió a la parra y me pidió 150 pesos por mostrarme el curioso templo. Le dije que el de Grecia era más barato y que le daba 30. No hubo acuerdo.

Entrada del Partenón

Decepcionado por no haber visto el Partenón, y sobre todo por el esfuerzo estéril de la ascensión, me fui hacia la playa, donde estuve toda la mañana recuperándome del chasco. No había a penas gente por allí, si acaso algún que otro gringo a deshora. Comí en un agradable restaurante playero un plato de tiritas y otro de ensaladilla. No es coña. No es que en este sitio reciclaran la basura de un hospital, las tiritas es un plato típico de la zona que consiste en macerar en limón trocitos de pescado crudo (algo parecido al cebiche), servido con cebolla y las ubicuas salsas picantes. La ensaladilla (en la carta llamada ‘ensalada de verduras con atún’, pero era una ensaladilla en toda regla) estaba riquísima (3 guisantes en la escala Richter-ensaladilliana) y la camarera me juró y perjuró que el cocinero era Morgan Freeman. También me dijo que Tim había salido a pescar en ese momento, pero que si esperaba, seguro que lo vería regresar con las redes llenas. No tuve paciencia.


Playismo

Victoria I

Victoria II

Ensaladilla a la Freeman

Con el estómago lleno y el alma curada –seguramente por las tiritas- regresé al hostal. Allí pasé la tarde charlando con la dueña y jugando con su perro Troy, un labrador muy cariñoso, pero que se cagaba en la puerta de mi barraca.
El más que simpático perro Troy

Al día siguiente me levanté temprano para dirigirme a Puerto Escondido, haciendo escala en Acapulco, pero eso ya es otra historia...

Otras imágenes de Zihuatanejo:








Eduardit on the rocks

Mongolismo callejero